¿Qué hacemos con la música y qué hace ella con nosotros? ¿Cuánto del pasado y de lo que somos se traduce -y se performa- a través de nuestras canciones? En esta nota proponemos un recorrido y una exploración sobre la compleja -e interesante- relación que se entrama entre la música, la cultura y la identidad.

“¿En dónde está la fuerza de las canciones? Quizás deriva de la extrañeza de estar cantando en el mundo. (…) Tal vez seamos sólo criaturas en búsqueda de una exaltación. No tenemos mucha. Nuestras vidas no son lo que se merecen; son, convengámoslo, deficientes, en muchos sentidos penosos. Las canciones las convierten en algo distinto. La canción nos muestra un mundo digno de nuestros anhelos, nos muestra a nosotros mismos como podríamos ser si fuéramos dignos de esa palabra”.
Salman Rushdie (1999)
A veces los recuerdos no tienen la textura de las imágenes. Y son evanescentes. En ciertas ocasiones, incluso, tampoco regresan bajo la forma de lugares, o de personas, o de acciones. La memoria suele recurrir a otros lenguajes, nos suele susurrar el pasado en forma de acordes, de melodías, de letras y canciones que se apropian de nuestra historia o -mejor aún-, que se toman como excusas para traerla nuevamente a la memoria.
Ocurre, entonces, que lo que parecía apenas una canción pasa a ser algo así como la banda sonora de nuestras vidas: ese devenir de fusas y corcheas que colorea, que emociona, que rememora, que evoca. Decimos que nos conmueve, del latín commŏvēre: ‘impulsar’, ‘agitar’, ‘poner en movimiento’. ¿Y qué nos moviliza? Nuestra memoria emotiva y nuestro cuerpo: los pies se mueven solos, las manos siguen un compás espontáneamente, dentro se sacuden decenas de fragmentos del pasado. “En algún momento escuchamos una canción en la radio o en la sala de espera de algún consultorio o en un bar y nos emocionamos, porque nos trae el recuerdo de lo que nos cantaban de niños; o de algo que canturreaban nuestras madres, padres o abuelos; o de la primera salida con alguien; o de lo que cantábamos hasta el cansancio en el último año de la escuela”.¹
Planteado de ese modo, la música nos habla al tiempo que habla de nosotros: a la vez que nos identifica y nos moviliza, tararea con sus letras parte de lo que somos. Nos recorre el cuerpo a través del sentido auditivo pero también se introduce y cala profundas sensaciones hasta entonar nuestras emociones y sentimientos.
El eje del asunto, así, parece estar en el punto de encuentro entre la música y la identidad, en cómo la cultura se compone de textos e imágenes tanto como de sonidos y acordes. ¿Pensamos alguna vez nuestra historia en clave musical? ¿De qué canciones se compone nuestro pasado? ¿Qué letras le han puesto palabras a nuestras historias de amor, a nuestras adolescencias, a nuestras rebeldías?
Partituras: fragmentos de identidad
La identidad, lejos de pensarse como una esencia, se asume como una construcción social frágil -abierta y contradictoria- y en permanente estado de cambio. Desde esa mirada, se constituye como una dimensión profundamente histórica, dinámica, y en continuo diálogo con los objetos de la cultura: entre ellos, la música.
Para Natalia Díaz, responsable de contenido del seminario Vidas con bandas sonoras del ISEP, las canciones “le dan forma a una cultura afectiva colectiva, le dan voz a los sentimientos que aprendemos a nombrar cantándolos”. La música expresa identidades sociales, a la vez que contribuye a construirlas.
Díaz afirma que cada campo o microcosmos social musical tiene una particular forma de organizar las emociones: nos ofrece códigos morales específicos que ponen en juego estilos, intensidades, matices, con que pueden ser experimentados los sentimientos. Sobre esto, reflexiona: “Pensemos lo que las músicas nos hacen, en cómo sintonizan con nosotros: ¿cómo suena la melancolía en el tango? Y en el folklore, ¿cómo se construye la nostalgia? ¿Cómo se actúa el amor en la coreografía de una zamba? ¿Bajo qué gestos?”.
Hay en la música una condición performática como objeto de la cultura. Cada campo musical establece un espacio de posibles bajo determinadas condiciones y estatutos de visibilidad. “La música -profundiza la autora- regula quiénes pueden ser los sujetos cuyas vidas merecen ser cantadas, el tipo de partituras que codifican los estilos de seducción o las corporalidades que pueden ser actuadas en un guión coreográfico. ¿Cuántas zambas le cantan al amor entre dos mujeres? ¿Qué sentimos cuando vemos a dos varones bailando apasionadamente en la pista de baile de una peña? ¿Qué espacio existe en el rock para masculinidades no heteronormadas? ¿Es posible pensar en las músicas populares a sujetos deseados y deseantes que sean géneros fluidos?”.
Las canciones, de este modo, permiten pensar los sujetos en un determinado tiempo y espacio, atravesado por diferentes procesos sociopolíticos y culturales. Es desde allí que las músicas populares emergen como fenómenos sociales que ofrecen modelos que resultan claves en la construcción de diversas narrativas identitarias nacionales, generacionales, de clase, de género, entre otras.
En ese marco, y tal como sintetiza Díaz, las músicas populares funcionan como GPS interaccionales: “Nos ofrecen coordenadas para leer diferentes situaciones cotidianas al tiempo que orientan las prácticas sociales, nos proveen partituras que codifican las maneras socialmente valoradas de ser y actuar en sociedad. Nos proporcionan modelos en los cuales nos proyectamos, nos brindan personajes, arquetipos a partir de los cuales construimos ese relato tan frágil de lo que somos”.
Las músicas populares inscriptas en el pentagrama del tiempo
Argentina cuenta con un vasto patrimonio sonoro y dancístico, compuesto por diversos campos y géneros musicales. Cada uno con sus propias reglas, sus propias luchas y modos legítimos de hacer y pensar a las músicas.
Entre los géneros tradicionalmente hegemónicos, el rock y el folclore son dos estilos musicales con diferentes marcadores de desigualdad social (clase, género, raza, edad, entre otros). A su modo, y en cada época, han dejado sus rastros en la gran huella identitaria colectiva: “Por ejemplo, el folclore produjo sus discursos sobre una heteronormatividad obligatoria: el sujeto que se construye en el canto y en el movimiento es heterosexual, cisgénero y racialmente no marcado. Pero, además, se construye sobre una ‘estética de la blanquitud’ que no está directamente asociada con el fenotipo de la blancura; es, más bien, un código civilizatorio que se vincula con disposiciones corporales, un particular uso del lenguaje, una positividad discreta en la actitud, mirada, mesura y compostura en gestos y movimientos”, puntualiza Díaz.
Desde su surgimiento, el folklore se ha ido construyendo -y disputando- alrededor de múltiples sentidos: desde los significados asociados al gaucho y su mundo social; el contenido de clase con la llegada del peronismo y la emergencia del migrante del interior, el obrero, el ‘cabecita negra’ o los ‘descamisados’; la irrupción en los años ‘60 de sujetos identitarios como los indígenas, las mujeres, los trabajadores rurales; pasando por el “discurso de represión cultural” (Andrés Avellaneda, 2006), de la década del ‘70, en el que el ser nacional siempre estaba amenazado desde afuera por oscuros intereses foráneos; hasta la emergencia del Folklore Joven o Nuevo Folklore, en los noventa, donde el nosotros nacional se tejió en torno a los jóvenes que retornaban a sus raíces.
Por lo tanto, lejos de ser una narrativa identitaria homogénea, que lo que podemos ver en el campo del folklore -explica la responsable de contenidos- es una permanente disputa en torno a una pregunta crucial: ¿quiénes somos?
Las juventudes y la música: entre la resistencia política y el magnetismo del mercado
En muchos sentidos, el rock emerge de la mano del surgimiento de la juventud como categoría sociológica: antes de los años ‘50 ser joven no implicaba una diferencia social significativa, no daba lugar a lo que se denomina un “discurso identitario”.
Tal como sintetiza Claudio Díaz, autor del seminario Vidas con bandas sonoras, en la clase 3, “la juventud como fenómeno de masas data de mediados del siglo XX. Y está asociado muy fuertemente con una música y una cultura que con el tiempo se convirtió en una especie de símbolo global de la juventud: la cultura rock & pop”.
A lo largo de sus clases, el especialista da cuenta de cómo a nivel internacional, en la posguerra, empezaban a darse las condiciones para la emergencia de la juventud como un grupo social diferenciado, desarrollándose, junto con el rock, toda una industria que se organizaba alrededor del mercado juvenil: películas, calzado, peinados, indumentaria, alimentos, bebidas y, por supuesto, música para jóvenes.
Argentina no fue la excepción. En nuestro país, la llegada del rock se debió a la expansión de la industria cultural norteamericana. De a poco, la geografía nacional se fue poblando de la mística de la nueva música: con el estreno de la película Semilla de maldad (o, en su título original, Blackboard Jungle), la llegada de los discos de Bill Halley, las canciones de Chuck Berry y Elvis Presley, entre otros, el terreno se fue abonando.
Bastó sólo tiempo para que surgieran los rockeros locales que emprendieron la búsqueda de hacer rock en castellano. Así, el mercado juvenil estaba en expansión y ya la industria diseñaba estrategias para él, una música pensada para los jóvenes que aún no tenía nombre. “Se la llamaba música moderna, Nueva Ola y, desde la llegada de la Beatlemanía en 1964, música ‘beat’”, explica Claudio Díaz.
En medio de esa efervescencia empezaron a notarse matices. Uno de los hitos de la época fue la grabación del tema “La balsa” por parte de Los gatos. En este punto, esta nueva música juvenil alberga dos vertientes, una continuadora de la efervescencia festiva inicial y la otra que continuará las primeras navegaciones de aquella balsa.
El autor del seminario, en su clase 3, ilustra cómo ambas canciones implicaban modos diversos de representar el mundo y de inscribir a la juventud en él: “Ambas canciones narran un viaje. En los dos casos el yo lírico parte de un lugar que quiere dejar atrás para dirigirse a otro donde están puestas las expectativas de mejora. En ambos casos, entonces, ese lugar de llegada representa los valores a los que se quiere acceder. Pero las diferencias son sustantivas. El protagonista de “Zapatos rotos” salta al camino para llegar a “la gran ciudad”, donde espera “triunfar”. (…) Por el contrario, el protagonista de la balsa dice encontrarse solo y triste en un mundo abandonado. (…) La balsa es el vehículo de ese viaje desde los antivalores hacia los valores”.
Vemos cómo el terreno musical se imbrica con la cultura y, en esa mixtura, emerge la identidad como un espacio de disputa. Las industrias culturales, explica Natalia Díaz, consolidaron su dominio a través de una visión activa de la juventud; es el ámbito de los significados y de productos culturales como las músicas populares donde los sujetos juveniles se visibilizan como un agente social situado en un sistema de relaciones, desde donde construyen sus propios modos de entender la realidad y de actuar sobre ella.
“Los jóvenes -amplía Natalia Díaz- a través de nuevos estilos de socialización y prácticas de consumo, empezaron a cuestionar normas profundamente arraigadas en la interacción social y familiar en la Argentina de aquel entonces. Apelaron a la música, la poesía, a las imágenes que provenían del cine para criticar las definiciones de vida que ofrecía el mundo adulto y capitalista. Con su modo de llevar el pelo, su vestimenta, el rock, maneras de mover el cuerpo y religiosidades, criticaban el autoritarismo que imponía límites a las dinámicas de modernización sociocultural. El hilo entre los distintos modos en que la juventud como categoría se manifestó en Argentina fue el modo en que los argentinos concebían, construían e imponían la autoridad en sus sentidos políticos y culturales”.
Música e identidades, una propuesta del Ciclo “Entre la Pedagogía y la Cultura”
El vínculo entre las músicas y las identidades constituye el eje central de la propuesta Vidas con banda sonora. Músicas e identidades en la Argentina, uno de los siete seminarios que forman parte del Ciclo “Entre la pedagogía y la cultura”. El seminario pone de relieve el vínculo de esta manifestación artística tanto con los procesos sociales y políticos de nuestra historia como con la construcción de la noción de identidad, individual y colectiva.
“Partimos del supuesto de que la cultura, es decir, el objeto central del acto de transmisión, está plagada tanto de textos e imágenes, como de ruidos y sonidos. Gran parte de estos son las canciones del rock nacional, del folclore, de las diferentes expresiones musicales que nos conmueven y nos constituyen, que amamos y de las cuales también muchas veces renegamos. No considerarla implicaría transmitir una cultura muda, desangelada, en la que las fibras íntimas que alimentan nuestra identidad colectiva no terminaran por resonar sensiblemente en nadie”, explica Paulo Martínez, coordinador del Ciclo.
Así, la propuesta parte de la convicción de que contar con un nutrido repertorio de discusiones y materiales sobre la música popular enriquece la formación no sólo “sociológica” del estudio de la cultura, sino también la formación sensible del trabajo como docente. La apuesta, entonces, está en ofrecer un horizonte ampliado del trabajo artesanal que cada docente puede hacer sobre los objetos culturales que nos constituyen identitariamente.
En sintonía: historias con canciones
Frente a la invitación vivencial a indagar en la propia experiencia con la banda sonora de alguna etapa de sus vidas, las y los cursantes del seminario evocaron momentos y sensaciones de gran significatividad. ¿Quién podría negar que nuestra identidad se construye con acordes que la memoria hace sonar de nuevo?
Cómo citar a este artículo:
Instituto Superior de Estudios Pedagógicos. (2021). Entre acordes e identidades: la banda sonora de nuestras vidas. Ministerio de Educación de la Provincia de Córdoba.