Compartimos una entrevista a Javier Trímboli, profesor de historia e historiador, en la que repasamos algunas dimensiones del mundo del trabajo en tiempos de cuarentena.
Este 1° de Mayo nos encuentra inscriptos en una excepcionalidad que atraviesa cada dimensión de la vida social y que, por lo tanto, trastoca no solo el devenir de cada cual, sino, además, la cotidianeidad del espacio público, de lo común.
En ese marco, en este Día Internacional de las y de los Trabajadores se presenta la oportunidad de mirar el trabajo en clave histórica como una forma de aproximarnos a una reflexión sobre este tiempo, tiempo de aislamiento social, y sobre las múltiples reconceptualizaciones que envuelven a la categoría. Y entre ellas –por supuesto–, el trabajo docente.
Compartimos a continuación una entrevista a Javier Trímboli, profesor de historia e historiador, en la que abordamos algunas dimensiones del mundo del trabajo en tiempos de cuarentena.
Como primera consideración, ¿qué lectura podemos hacer, en clave histórica, respecto de este día y de lo que ha representado y representa de manera simbólica?
La época moderna, que nace de sucesivos acontecimientos enlazados a lo que fue para Europa su descubrimiento de América, coloca al trabajo en un lugar clave, central, de las prácticas humanas como nunca antes lo había estado. Porque para los griegos del siglo V antes de Cristo nada había más importante que la suerte de la polis, de su ciudad; por lo tanto, prioritaria era la participación activísima en el ágora, la vida política. El trabajo era asunto de esclavos. Si el otium (tiempo de ocio) era un valor incuestionable, su reverso –el negotium– arruinaba a los hombres libres.
Más allá de las variaciones, el tiempo en la Edad Media se regía por las campanadas de la Iglesia o por el mismo ciclo de la naturaleza. El tiempo del mercader, que era otro, apenas despuntaba. A través de un largo camino repleto de accidentes, la época moderna dio vuelta la valoración antigua del trabajo –una pena, un castigo–, casi diría que la invirtió. Transformar a la naturaleza, a la materia en mercancía, con método y sin pausa, pasó a ser la actividad principal. Por eso para Sarmiento era un serio problema la ociosidad de la raza española y de la indígena –apenas lo gloso porque así escribe en Facundo– para avanzar en el camino de la civilización, el de la República Argentina que imaginaba. Y Juan Bautista Alberdi en 1852 aclaraba que ni en 100 años del “mejor sistema de instrucción” –de la mejor escuela– se podría hacer de un gaucho “un obrero inglés que vive, trabaja y consume digna y confortablemente”. Tremendo aserto que hace temblar por sus consecuencias para los gauchos, y que para los indios ni siquiera propone la prueba. Pero también hace ver que “fabricar” a un trabajador no es tarea sencilla, sin forzamientos.
Por otro lado, desconocía Alberdi que los “obreros ingleses” hacia mediados del siglo XIX, aunque ya sus cuerpos estuvieran disciplinados al ritmo de las máquinas, se agremiaban y formaban parte de clubes políticos. Algunos, incluso, seguían con mucha atención los argumentos y el fervor del Manifiesto Comunista de Marx y Engels. En esas páginas –si bien se critica acerbamente al capitalismo y a la burguesía– también se entiende que el trabajo y su sujeto –los proletarios– harán posible la revolución social, la sociedad anhelada. Aunque con la promesa de que se llegará a una situación de abundancia en la que el esfuerzo del trabajo no hará más falta.
Cuando nos saludamos y nos abrazamos cada 1° de Mayo, toda esta historia nos recorre. En América Latina, en Argentina en particular, donde, a pesar de lo mucho que se ha hecho, el trabajo ha faltado y falta, donde han imperado –e imperan– condiciones laborales indignas, esta fecha tiene un resonar particular. Cuando la lucha de los trabajadores contó con el Estado a su favor fue cuando se alcanzaron los mayores logros; se palpó y se hizo cierto que el trabajo dignifica.
Cada año, el 1° de Mayo se presenta como una oportunidad para reflexionar en torno a alguna dimensión del trabajo que, por las condiciones propias de la coyuntura, asume una relevancia particular. Este año nos encuentra atravesados por un aislamiento social que ha cambiado por completo la vida cotidiana y la propia experiencia del trabajo. ¿Qué reflexión podemos hacer respecto a eso y frente a este tiempo que nos toca vivir?
Muy difícil pensar la pandemia en relación con el trabajo y los trabajadores. Digo, por empezar, que lo que habilita la web es que haya una franja de la población, nada menor, que continúe trabajando con ritmos que se asemejan mucho a los usuales, si no los superan. Al final del día –¿hay final?– nos preguntamos qué pasó con esas horas que ocupábamos en trasladarnos de un lugar a otro, a veces tediosas y apretujadas, otras livianas. Se las devoró el trabajo virtual, el teletrabajo.
Por supuesto, ya se entreveía esto que ahora está clavado ante nuestros ojos. La web, con celular o computadora, absorbe sin dificultades al trabajo inmaterial, trabajo comunicacional que pasó a ser muy importante en la segunda mitad del siglo XX y que pegó un salto cualitativo en los últimos 25 años. Así, hay inmovilidad para los aviones, está parada la producción en buena parte de las industrias, pero nada detiene al trabajo que se hace con palabras. Los docentes estamos en esas filas junto con los periodistas, las burocracias estatales y privadas, los publicistas, los trabajadores de la cultura que se superpone al espectáculo. Pongámoslo bajo otra perspectiva: se sabe que el valor de cambio de una mercancía hoy cada vez menos guarda relación con el trabajo invertido en su producción, sino que lo incrementan el diseño, el marketing, las estrategias de posicionamiento en el mercado. Escribe el historiador del arte Jonathan Crary que estuvo desde un vamos entre los sueños del capitalismo que el trabajo se extendiera 24 horas los siete días de la semana. La iluminación siempre más poderosa de las ciudades y el fin paralelo de las luciérnagas iban en esa dirección. De un tiempo a esta parte, bastante de eso se ha realizado de la mano de lo que se ha vuelto su par –no tanto su competencia o enemigo–, me refiero al consumo. Aunque quizás sí horadó su ética, liquidó al ahorro, a favor de su inmediatez. Podemos consumir encerrados en casa y por la noche, incluso cuando nos comunicamos por pantallas lo estamos haciendo. Vuelvo: en otro andarivel, aunque seamos todos trabajadores, están los que siguen haciendo sus trabajos físicos, en negocios, hospitales, fábricas de alimentos, en el patrullero. En otro más, quienes en efecto con la cuarentena encontraron plenamente suspendidas sus actividades. Y el más preocupante, el que se ensancha, el que tiene quietos a quienes carecen de trabajo, desde hace mucho o que lo perdieron hace apenas días. Por lo tanto, si alguna vez la experiencia del trabajo le dio un tono común a la sociedad, hace tiempo que eso estalló y lo que estamos viendo lo hace aún más. ¿Cómo volver posible, con estas diferencias, la unidad de los trabajadores? ¿Cómo impedir que avance la fragmentación de la sociedad? Por otro lado, es inevitable decir que los primeros de mayo más maravillosos, y no porque les correspondiera justamente un higiénico “me gusta”, ocurrieron en las calles, en movilizaciones. Jornadas de lucha y de fiesta. Será cuestión de que esa “nueva normalidad” –que, según se augura, nos espera– tenga que hacerles lugar a esas jornadas.
El trabajo implica también un modo de construir vínculos sociales y un espacio de interacción social por fuera del hogar. Sin embargo, en la actualidad ambas dimensiones parecieran limitarse, tanto porque la actividad laboral se suspendió en muchos casos como porque, en otros, se trasladó al hogar. ¿Qué consideraciones podemos realizar en relación con el modo en el que se articulan el trabajo, la interacción social y la vida cotidiana en este contexto?
Es así, el trabajo configura situaciones sociales que nos imponen un conjunto de hábitos. En estos días, una estudiante, próxima colega, comentaba que al fin entendió lo que decía Sarmiento sobre la imposibilidad de la civilización si la población estaba dispersa, un rancho por aquí, otro más allá. El compartir físicamente una tarea, en un espacio, hace que nos cortemos el pelo, que nos vistamos con aliño, incluso que nos preocupemos de otra manera por las palabras. Inés Dussel señalaba en el conversatorio esto mismo.
A la vez, la experiencia del trabajo compartido abre la chance de una conciencia que redunde a favor del sentido social de nuestra práctica, también de nuestros derechos. Sindicatos, partidos políticos, incluso ideología. Así como el tiempo de la escuela existe porque interrumpe al de la familia y al del trabajo, este durante el régimen de producción fordista era tal desprendido del tiempo de la familia. Lo que venía ocurriendo, y hoy se vuelve alevoso, es que todo esto se entremezcló, dejó de delimitarse, una cosa no se desprende de la otra, carga con ella. Frente a la pantalla, a metros de nuestros hijos e hijas, con el celular cerca por si llaman nuestros padres que están grandes, la atención es otra. Sostenerla, porque la sostenemos, es varias veces más cansador. Un nuevo agobio asoma. A la vez, las noticias graves de los diarios, estar a un clic del video que nos recomendaron… Parecido les pasa a nuestros alumnos.
La vida escolar es también parte de la vida social que se ha trastocado a consecuencia de la pandemia. Los edificios escolares cerraron y las/os maestras/os experimentan nuevas formas de hacer escuela y de garantizar la continuidad de la escolaridad. ¿Qué palabras podemos decir respecto, por un lado, al trabajo y al oficio docente y, por el otro, a la forma que este asume en este tiempo particular?
Entre las muchas malas noticias que nos rodean, sin dudas, es una buena que la escuela, físicamente cerrada, tenga esta posibilidad de sostener el vínculo con los nuevos y las nuevas. Es una chance, débil por cierto, pero es una. Digo que es débil por razones quizás obvias, me detengo en unas: en la Primaria, en la Secundaria –más aún en “tiempos líquidos o fluidos” como se decía–, el aula es algo que se construye cada vez que se entra, cada vez que se comienza una clase. Cuando saludamos, con la voz, en el ínterin en el que borramos el pizarrón y esperamos que amainen las conversaciones llenas de signos de exclamación. O, fundamental, cuando con la mirada recorremos los rostros de cada uno y de cada una de nuestras alumnas, descubriendo poco a poco qué mínimo gesto hace falta para convocarlos a la clase. Esto se ha vuelto cuesta arriba, bordea lo imposible. Es lógico y está bien que sea así, no podría ser de otra forma. Leía a Meirieu en una última nota que está circulando en la que dice que maestro es aquel que sabe dar los rodeos necesarios para que quienes están al fondo, permítanme que lo diga así, desinteresados, de repente, aunque más no sea por un ratito, se sumen. Es parte de su oficio ese rodeo que vence la resistencia que –lo sigo al pedagogo francés– un ser siempre nos opone.
La mediación imprescindible de Zoom, de YouTube, del WhatsApp o de la misma familia disuelve el rodeo, no le deja prácticamente lugar. Un colega me comentaba hace unos días que en la escuela técnica en la que trabaja, en el Centro de la Ciudad de Buenos Aires, en un 5° año en el que son 24 estudiantes, solo 4 se suman al Classroom. No cambió mucho cuando probó por Zoom. ¿No tienen crédito en los celulares? Es una opción, pero es mucho más que eso. Ojalá fuera resistencia lo que se nos opone; cantidad de veces es desconexión y punto.
En algún momento, mejor si fuera cuanto antes, va a ser necesario advertir sobre la cualidad de nuestro trabajo, cuándo dejaría de ser tal para pasar a ser otra cosa. Quiero rechazar la impresión de que solo queda “administrar la agonía” –así escribía célebremente Deleuze– del espacio público, de las viejas disciplinas sociales ligadas al Estado. Por eso brindo por anticipado por el día en el que se abran las escuelas, para que nuestro trabajo se despliegue, para que esté listo a reencontrarse con sus potencias, justamente, después de que se encontró seriamente jaqueado. Y para escuchar el griterío de chicas y chicos en los recreos.