En esta entrevista a Valeria Daveloza, coordinadora del Departamento de Lengua y Literatura y coordinadora de departamentos en el Instituto Superior de Estudios Pedagógicos (ISEP), compartimos una serie de reflexiones, de desafíos y de propuestas destinadas a la revisión y a la recreación de las experiencias literarias que se propician en la escuela.

La caminata empieza con tiempo. La mañana todavía es fresca, pero se puede advertir que la brisa va menguando entre las hojas de las moreras. Se puede leer el calor aun cuando no ha llegado, como tantas otras cosas que pueden leerse en ausencia a partir de aquello que está presente. Caminar también es una manera de leer el entorno y de descifrarlo. O, al menos, de hacer el intento. Las páginas de esta lectura ambulante las pasan las suelas en el propio andar, la transición entre vereda y vereda, entre el cordón y el pavimento, entre el hormigón y el césped. Los pasos llegan hasta una leve pendiente que apenas si esconde las vías del tren. A metros, exactamente en Agustín Garzón al 1221, espera Valeria Daveloza, coordinadora de los departamentos del ISEP y, particularmente, quien también conduce el de Lengua y Literatura. La encontramos en una oficina ubicada en el primer piso, sentada junto al escritorio. Al saludar, se saca los anteojos, al tiempo que señala la ventana: “La vista se parece a la portada de una novela gráfica”, comenta. Con esa analogía, se abren las tapas de esta conversación sobre la lectura, la experiencia literaria en la escuela, su evaluación, y los desafíos por considerar para no perder de vista algunas de las funciones primordiales que supone garantizar el acceso a este tipo de experiencia estética.
—Para empezar, una propuesta: podrías compartirnos brevemente tus primeras experiencias de lectura, tus primeros recuerdos con los libros.
—¡Son muchos y varios! Pero hay dos que pueden resumir un poco esa experiencia inicial (e iniciática). Por un lado, la colección Cuentos para seguir contando, de Editorial Estrada, que venía en una caja enorme y eran cuentos muy particulares, tanto por las historias como por las ilustraciones. Por otra parte, la antología Caramelos Surtidos, de Editorial Orión, que venía impresa en tintas de colores y que en su prólogo decía: “Es algo así como cuando nos ponen frente a una hermosa caja de caramelos surtidos y nuestros ojos tratan de adivinar mientras se nos hace agua la boca” (Garrido de Rodríguez, 1980, p. 7). Creo que esa cosa de “buscar, elegir, descartar” se quedó en mí; pero también me quedó impregnada la cuestión de “convidar caramelos surtidos” porque, que a mí no me guste un texto, no quiere decir que a otros les parezca malo. Y mientras más lea alguien, más se va a conocer como lector.
—¿Qué ejemplos de ese tipo se te vienen a la mente? ¿Qué lecturas que ofreciste, aun sin ser de tu preferencia, habilitaron alguna lectura que fue bienvenida y valorada?
—Hay varios libros de los llamados “juveniles” de las colecciones editoriales que, al leerlos, no me parecieron lecturas tan interesantes como otras. En particular, me acuerdo qué me sucedió con los libros George, de Alex Gino, y Como una película en pausa, de Melina Pogorelsky. Cuando yo los leí hubo muchas cosas de la escritura que no me cerraron, pero como cada uno pertenecía a un itinerario diferente, estos libros eran opciones que mis estudiantes podían elegir leer entre varios libros que componían el itinerario. Y la verdad es que me sorprendió que, en ambos casos, hizo hablar a esos estudiantes que se declaraban “en guerra” con la literatura. Eran libros que quizás no tenían mucho para decirme a mí, pero sí a mis estudiantes. Y solo por eso creo que armar itinerarios, ofrecer diversidad y garantizar el derecho de las y de los lectores a elegir qué quieren leer, me parece fundamental.

—¿Y por qué leer y escribir literatura en la escuela?
—Creo que toda experiencia estética —de las cuales, la literatura es una posible— tiene la increíble capacidad de hablarnos de nosotros mismos, de encontrar un eco de las cosas que nos pasan (eso que Michèle Petit denomina “la propia experiencia en forma transpuesta”), pero que no sabemos que nos pasan o no podemos decir. Y justamente porque no podemos decir esas cosas, al escribir literatura nos volvemos dueños de nuestra experiencia, nos apropiamos de las palabras que (nos) dicen quiénes somos.
—¿Hay una etapa específica para esto?
—Esta cuestión de apropiarse de la palabra no es una cuestión de edad; la experiencia emancipatoria de la literatura no debería estar condicionada por la edad, ya que implica poder decir quiénes somos y qué nos pasa: vale lo mismo si tenemos 3 años que 25 o 70.
—¿Qué preconceptos o supuestos pueden distorsionar una propuesta docente al momento de planificar la experiencia literaria en la escuela?
—Me viene muy bien acordarme de Jorge Larrosa y de una distinción que me parece que atraviesa no solo la enseñanza de la lengua y la literatura, sino de toda la educación. En su libro La experiencia de la lectura, Jorge distingue, por un lado, las “actividades de lectura”: aquellas que tienen un uso del lenguaje como herramienta, como mecanismo, y que se “meten” con lo que el lector sabe, pero no con lo que el lector es. Y, por otro lado, presenta las “experiencias de lectura”: aquellas que se meten de lleno con aquello que somos. En este caso, salimos con-formados, trans-formados (o de-formados, claro).
—Eso supone ir más allá de una perspectiva pragmática, ¿no?
—Es que un uso ingenuo del lenguaje en la escuela, como si fuera transparente, un simple medio de comunicación de saberes y contenidos, atenta contra propuestas de enseñanza que llevan a nuestros estudiantes a esa experiencia emancipatoria de la que hablaba antes. Por ejemplo: preguntas dirigidas a confirmar algunas dimensiones del texto (¿qué le pasó al personaje?, ¿y qué hizo después?), o establecer solo la rima y métrica, o distinguir el inicio-nudo-desenlace, tienden a asegurar la comprensión de algunos aspectos textuales, que está muy bien, pero no puede ser lo único que hagamos. Si nos quedamos ahí, solo rascamos la superficie de lo que un texto literario de narrativa o de poesía puede representar en la subjetividad de nuestros estudiantes.
—En función de esto, ¿qué acuerdos serían recomendables para que su enseñanza en la escuela no pierda la dimensión lúdica ni su función interpelativa y emotiva?
—Las y los docentes estamos más atravesados por “actividades de escritura”, parafraseando a Larrosa, que por “experiencias de escritura”. Y la verdad es que, cuando nosotros mismos estamos alejados del ámbito creativo de la palabra, es difícil reconcebirla para nuestros estudiantes.
En primer lugar, creo que las y los docentes debemos reconectarnos con nuestra palabra lúdica, interpelativa y emotiva, porque hay prejuicios que se caen cuando atravesamos la experiencia de escribir literatura. Por ejemplo: que no da igual qué ni cómo se escriba, que no es “para dar un tema” y cumplir, que no es una pérdida de tiempo, o que el momento de escritura de creación es un momento de “no hacer nada” y pasarla bien. Lo mismo que le pasó a la lectura por placer (y que Bombini denomina “las pedagogías del almohadón”) le pasa, a veces, a la escritura de creación en la escuela. Si queremos que escribir literatura se vuelva un verdadero desafío cognitivo, no puede ser “que escriban libremente” o “lo que quieran”. Nuestros estudiantes de cualquier sala, grado o año, necesitan consignas que los desafíen a romper las formas cotidianas de escritura. Si no hay obstáculos que generen nuevos (creativos y diversos) modos de pensar un problema, ¿cómo van a mejorar sus habilidades escriturarias?
—¿Y cómo gestionar la tensión entre proponer experiencias literarias significativas con el presagio de la evaluación que sigue? ¿Es inevitable acreditarlas con una calificación?
—Creo que no solo es inevitable calificar, sino también profundamente necesario calificar o evaluar, pero que esto solo represente una acreditación numérica es otra discusión que podemos tener. Una evaluación, es decir, una mirada comprometida con ese proceso de aprendizaje, es fundamental para que las y los estudiantes sepan dónde y cómo están en su proceso. Quizás, lo que tengamos que discutir sean los instrumentos de evaluación y si poner un 7 o un 3 o un 9 (sin ningún tipo de comentario por nuestra parte) promueve en nuestros estudiantes una reflexión o desarrolla su autonomía para conocerse en la disciplina. ¿Cómo sabe un estudiante que sabe o que no sabe? La acreditación numérica no puede ser el momento en que el estudiante sepa dónde está parado. Hablar del aprendizaje y de la evaluación como proceso implica un ida y vuelta, una construcción conjunta del conocimiento.
—Desde esa mirada, ¿qué propuestas ofrece el campo de la didáctica para que leer y conversar acerca de la literatura propicie una experiencia estética?
—Cuando desde los marcos jurisdiccionales sostenemos “la formación de hablantes, oyentes, lectores y escritores”, partimos de un supuesto básico que —creo— no viene solo desde la didáctica específica, sino desde una ética educativa: todos podemos leer, escribir, hablar y escuchar literatura. Ahora bien, para que esto suceda, hay que replantearnos varias cosas; por ejemplo, los modos de organizar esos espacios de transmisión cultural que llamamos “clases”, porque: ¿cuál es el tiempo de la experiencia literaria?, ¿por qué pensamos que muchas unidades aseguran un mejor aprendizaje? A veces, nos encontramos con programas de enseñanza en la Educación Secundaria que tienen 12 unidades temáticas. ¡12! Esto viene de una tradición enciclopedista, pero me pregunto, sinceramente: ¿cuánto de ese zapping escolar alcanzan a apropiarse nuestros estudiantes?
—Ante un panorama como ese, ¿puede generarse cierta propensión a buscar fórmulas generalizables? ¿Sería acaso una alternativa?
—No, no creo que haya respuestas únicas, sino que considero que es clave que el tema del diseño de escenarios de aprendizajes específicos para cada grupo (y me refiero no solo al diseño de materiales como pueden ser las selecciones de textos o los cuadernillos de trabajo, sino también del manejo del tiempo y los espacios) tiene que ser el centro de nuestra propuesta. Y creo que esto es posible porque estoy convencida de que cada colega es un experto, no solo en la enseñanza, sino, principalmente, en sus estudiantes.
—¿Qué implicaría esto en la práctica?
—En una muy apretada síntesis, podríamos plantear que supone:
- Repensar los tiempos de enseñanza en función de los intereses y de las necesidades de cada grupo.
- Asumir que la lectura y la escritura son recursivas y que todos los ejes presentes en los diseños curriculares se imbrican para producir sentidos; por eso, no podemos dejar que la normativa aparezca solo en el momento de la revisión, por ejemplo. Tiene que ser parte de la producción y de la comprensión de textos orales y escritos de manera permanente.
- Abandonar la pretensión de “cantidad exhaustiva” y concentrarnos en profundizar las prácticas y experiencias de aprendizaje. Ya lo dijo Inés Dussel en el contexto de pandemia: “Menos es más”, pero acá también funciona; abordar, por ejemplo, itinerarios literarios (por autor/a, por género, por temática…), leer, conversar, escribir obras literarias, hablar sobre las dificultades o aciertos de escritura, volver a leer, volver a escribir.
—¿Qué responder a quienes, tal vez, se pregunten si estas decisiones son aplicables solo en algunas etapas de la escolaridad?
—Esto que digo no lo pienso solo para Primaria, Secundaria o Superior. Abordar regularidades de las obras, leer en voz alta, aprender a construir sentidos de forma comunitaria, escribir historias entre todos y con ayuda de las y los docentes desde Sala de 3 promueve, en nuestros estudiantes, una actitud colaborativa. Intercambiando con otros aprendemos que los múltiples sentidos de un texto literario no están solo “en la letra” (el famoso “¿qué quiso decir el/la autor/a?”), sino en lo que cada cual aporta desde sus experiencias y miradas del mundo, tengamos 4 o 17 años.
—En consonancia con esta perspectiva, ¿cómo incorporar a las experiencias áulicas los géneros menos conocidos en la propia experiencia de lectoras y lectores? Por ejemplo, novelas gráficas, mangas, libros álbum…
—Por múltiples razones, las y los docentes muchas veces nos olvidamos de que nuestros estudiantes tienen una trayectoria, un camino lector, al decir de Laura Devetach. ¿Sabemos qué y cómo leen nuestros estudiantes? Yo reniego mucho de quienes sostienen que “los chicos de ahora ya no leen”. En todo caso, no leen lo que nosotros leíamos y como nosotros leíamos. No me gusta pensar la escuela como un espacio de “divisoria de aguas” en el que, por un lado, hay una lectura escolar (burocrática, pensada más como actividad que como experiencia) y, por otro, una lectura vital (esa lectura voraz, incontenible, que les habla a los lectores de ellos mismos). A su vez, creo que las y los docentes tenemos que replantearnos qué significa leer: ¿ver una “peli” es leer?, ¿ver series?, ¿webisodios?, ¿podcasts?, ¿contenidos de youtubers o instagrammers? Si —como lo sostiene Graciela Montes (2001)— leer es construir sentidos, entonces hay que repensar dónde reside la literatura, qué es lo específico de ella y qué deberíamos poder transmitir.
—¡No es un replanteo menor!
—¡Para nada! Y es que este replanteo acerca de qué significa leer nos lleva a cuestionarnos qué es lo que consideramos “legable” en términos de esa transmisión. ¿Qué damos a leer y por qué? Quien enseña, no importa qué disciplina sea, es un mediador cultural y, por la responsabilidad que implica este rol, nos tenemos que pensar, críticamente, como curadores. En nuestro caso, ser curadores culturales es pensar un canon escolar ampliado que dé lugar a las múltiples experiencias estéticas que nuestros estudiantes ya poseen, aunque no sean canónicas y, por eso, no se las considere “dignas de ser enseñadas”. Asimismo, hacer ingresar esos géneros que han sido considerados “menores”, como el cómic o el manga, desde una perspectiva nueva, me parece interesante: que nuestros estudiantes no sean solo consumidores de bienes culturales, sino productores de esos bienes, tiene una potencia didáctica tremenda: ¿qué necesitamos saber para hacer un cómic? Necesitamos elementos de la narratología, de la semiótica de la imagen, de la crítica literaria. Y todo esto parece muy complejo y difícil, propio de investigadores. Pero la verdad es muy clara: un estudiante que hace, está investigando. Y no hay mejor forma de aprender sobre qué es la literatura (gráfica o no) que haciendo literatura. Eso que tan bien define Alain Bergala como la pedagogía de la creación.
—¿Qué lecturas o recursos recomendarías para seguir profundizando en el análisis sobre las propias prácticas?
—Para mí, y desde un punto de vista metodológico, es fundamental pensar el aula como un laboratorio de lecturas y escrituras. Por eso, tener a mano referentes que ya son clásicos, como el Grupo Grafein, o los posteriores trabajos de Maite Alvarado, Gloria Pampillo, Beatriz Vottero, Lilia Lardone y María Teresa Andruetto, Ana María Finocchio, Graciela Montes, Laura Devetach, Gustavo Roldán, Aidan Chambers, Sarah Hirschman, Daniel Cassany, Renata Dessau, Paula Carlino, las producciones del equipo de investigación de Gustavo Giménez y Florencia Ortiz (disponibles en el repositorio Ansenuza, de la FFyH de la UNC) entre muchos, muchos otros, es algo básico. Es lo primero que hay en mi “caja de herramientas”.
—¡Toda una selección!
—¡Sí! Y después hay otros recursos, “quizás más indefinibles”, que tienen que ver con eso que uno, sin saber, manda a “la compostera” y que, después de un tiempo de sedimento y maduración, te das cuenta de que te hacen pensar sobre la lectura, la escritura, la lengua y la literatura: leo cómics, ensayos, me gusta mucho saber qué dicen las y los escritores de sus procesos de escritura, veo muchas “pelis” y series, escucho mucha música, me gustan las pinturas, aunque a veces no entienda del todo lo que veo. A veces, sin saberlo, una imagen o un tema musical se convierten en el disparador de una secuencia o de una consigna de escritura. Creo que explorar y nutrir nuestro imaginario (ese repositorio de experiencias estéticas que desarrollamos durante toda nuestra vida) produce que cuando se torna necesario activar la imaginación (el mecanismo de la inventiva y la creación) para resolver situaciones —no solo las “de creación”, sino todo tipo de situación problemática— tengamos más y mejores recursos para hacerlo.
La entrevista concluyó hace ya varios minutos. Ahora, queda desandar el camino. Al reemprender la caminata, ni los motores ni las bocinas impiden que resuene aquello que Valeria propuso al despedirse: “Pensemos y veamos al mundo como la posibilidad de generar extrañeza y descubrimiento todos los días”. El mediodía es, efectivamente, caluroso; el encuentro con Valeria fue cálido. Ciertos diálogos —como ciertas lecturas— dejan una sensación que perdura, un aleteo de certezas en estado de revisión. La caminata en este tramo funciona como una relectura de lo conversado. Se impone un detenimiento, semáforo en rojo: dependiendo del rumbo que uno tome, tranquilamente, puede ser leído como un punto final.
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Valeria Daveloza.
Coordinadora del Departamento de Lengua y Literatura y coordinadora de departamentos en el Instituto Superior de Estudios Pedagógicos (ISEP). Maestranda en Didáctica de la Lengua y la Literatura (UNC), profesora en Letras Modernas y Correctora literaria (UNC). Diplomada en Lectura, Escritura y Educación (FLACSO) y en Políticas Editoriales y Proyectos Culturales (UBA).
Docente (UNVM, UPC, UNC). Coautora de los Libros Aprendamos Lengua y Literatura 1, 2 y 3 y Anti-recetario. Reflexiones y talleres para el aula de Literatura (Editorial Comunicarte). Junto a Beatriz Vottero, ha escrito el módulo La lengua y la Literatura como Objeto de Enseñanza del Profesorado en Lengua y Literatura para el Nivel Secundario en el ISEP.
Como autora de literatura, ha participado en diversas antologías y ha publicado los libros Una caja de libros y Dragón de Morondanga, y los cómics Perra y Perturbaciones. Es editora en Laberinto Ediciones y columnista en el programa “La espontaneidad peligra”, Radio Buena Vista FM 107.5, de Córdoba.
Cómo citar a este artículo:
“La literatura es una experiencia emancipatoria que no debería estar condicionada por la edad” (2021). Recuperado de https://isep-cba.edu.ar/web/2021/11/11/el-docente-como-curador-de-contenidos-digitales-la-artesania-de-orientar-en-tiempos-de-algoritmos/